domingo, 14 de junio de 2009

GRAHAM GREEN EN EL DENTISTA


Llegaba tarde y aunque no tenía las más mínimas ganas de ir al dentista, tampoco quería perder la cita. Se palpó con la lengua el agujero que ocupaba el lugar del empaste caído. A pesar de que todavía no habían salido los niños del colegio, era la hora en que las madres salían de casa con sus gigantescos todo terrenos, que a Jota le parecían más tanques que coches. En cima, la fina lluvia hacía que hubiera más tráfico del habitual. Miró nervioso el reloj, apenas faltaban cinco minutos para las cuatro y media, que era precisamente la hora en la que tenía que estar en la consulta. Le resultó difícil encontrar aparcamiento o al menos así se lo pareció. Finalmente, después de tres vueltas a la manzana, consiguió encontrar un pequeño hueco. Su coche era pequeño y fácil aparcar, aún así, los nervios le jugaron una mala pasada y tuvo que hacer más maniobras de las habituales. Guardó la radio en la guantera, cogió la pequeña bolsa de costado que tenía en el asiento de al lado y salió del coche a toda prisa, asegurándose de cerrar la puerta, ya que no se fiaba demasiado del callejón donde lo estaba dejando. Años atrás, cuando todavía vivía en casa de sus padres, habría hecho ese trayecto andando y con toda seguridad, le sobraría tiempo. Evidentemente se estaba acomodando demasiado. El dentista le daba un miedo atroz y dudaba si era por su boca o por su bolsillo. Llamó al timbre de la puerta, que se abrió con un zumbido. Dentro le aguardaba la recepcionista. —Buenas tardes. ¿Tiene hora para hoy?— Dijo la chica. —Si, había pedido hora para las cuatro y media. Ella consultó la pantalla del ordenador y entrecerrando los ojos preguntó. — ¿Es usted Javier Guzmán. —Ese soy yo. —¿Es la primera vez que viene? —Aquí si. El dentista al que iba antes, cerro hace años y bueno, se me ha caído un empaste y… En fin, ya se que tendría que haber venido antes… —El mecánico y el dentista es lo que la gente siempre termina aplazando. — Dijo la chica comprensiva. —Si, pero tú del dentista no te libras nunca. ¿Eh? — Dijo con cierta ironía. — Supongo que no…— Dijo ella sonriendo y apunto de decir algo más cuando sonó nuevamente el timbre de la puerta. Ella apretó el botón para abrir y entró una mujer de unos treinta y tantos con su hijo, el cual iba cargado con una enorme cartera. — Hola, buenas tardes. — Dijo la mujer. —Buenas tardes. — Repetimos a la vez la chica y yo. —Ya puede pasar a la sala de espera, Sr. Guzmán. Está en el pasillo que hay a la derecha, cualquiera de las dos puertas que hay a mano izquierda. Enseguida lo llamarán. —Muy bien. — Respondió, avanzando por el pasillo con ciertas dudas. En la sala de espera, había una veinteañera, y un matrimonio de cierta edad. La sala, más bien salita, era una habitación pequeña, pegadas a las cuatro paredes, habían sillas de plástico. En la esquina de enfrente, casi tocando el techo, una televisión de plasma, no demasiado grande, que en ese momento permanecía apagada. Y en el centro de la salita, una de esas pequeñas mesas de cristal en la que habían barias revistas, sobre todo del corazón, pero también se podía ver alguna revista de viajes, de cine, algún tebeo de “Mortadelo” y hasta un “Jueves” que estuvo tentado de ojear, pero Jota, ya traía su propia lectura de casa, en la pequeña bolsa de costado. Se trataba de “El factor humano” de Graham Green, una edición de 1984, de la editorial Seix Barral, que había adquirido en el “Mercat de Sant Antoni. Mientras sacaba el libro de la bolsa, vio pasar a la mujer que había entrado detrás de suyo, con el niño. Abrió el libro por la página 240, quinta parte, tercer capítulo, tercer punto y aparte, y empezó a leer:



Las horas parecían estirarse. Castle intentó leer, pero ningún libro lograba aliviar la tensión de sus nervios. (Inconscientemente, yo miré el reloj, ya eran las cinco menos cuarto.) Entre un párrafo y otro le perseguía la idea de que en algún lugar de la casa, había dejado algo que podía acusarle. Había mirado todos los libros de todos los estantes; ni uno solo de ellos sirvió nunca para codificar un mensaje. Guerra y paz había sido convenientemente destruido. Había retirado de su estudio todas las hojas usadas de papel de carbón, por inocentes que fueran, y las había quemado. La lista telefónica de su escritorio no contenía nada que fuese más secreto que los números del carnicero y del dentista. Sin embargo, estaba seguro de que en alguna parte tenía que haber algún indicio que había olvidado. Recordó a los hombres de la sección especial que registraron el piso de Davis; recordó las líneas que Davis había marcado con una en el Browning de su padre. En esta casa no encontrarían huellas de amor. Él y Sarah nunca habían intercambiado cartas de amor… En Sudáfrica habrían sido la prueba de un delito.”



Al llegar al punto y aparte, apartó la vista del libro. Habían llegado otras dos personas, un chico de unos trece años y una adolescente, que aprovechaba, para repasar los apuntes del “insti”. Lo cierto es que la lectura del libro, no conseguía tranquilizarle demasiado, pero últimamente, no tenía demasiado tiempo para leer, y ya le faltaba poco para saber como terminaba aquel libro… “Nunca había pasado un día tan largo y solitario. No tenía hambre, aunque solo Sam había desayunado, pero se dijo a sí mismo que no podía saber lo que iba a ocurrir antes de la noche, ni donde comería la próxima vez. Se sentó en la cocina ante un plato de jamón frío, pero solo había comido una tajada cuando se dio cuenta de que era hora de sintonizar el noticiario de la una. Lo escuchó hasta el final, hasta la última nota de fútbol, porque nunca se puede estar seguro de que no agregarán alguna noticia de última hora. Naturalmente, no dijeron nada que ni remotamente se relacionase con él. Ni siquiera una referencia al joven Halliday. No era probable que dijeran nada. A partir de ahora su vida sería totalmente a puerta cerrada. Para ser un hombre que durante muchos años se había ocupado de lo que se llama información secreta, se sentía extrañamente aislado. Tuvo la tentación de pedir su SOS urgente, pero había sido una imprudencia haberlo hecho por segunda vez desde su casa. No tenía idea de donde sonaba la señal, pero los que controlaban su teléfono muy bien podrían rastrear la llamada. El presentimiento que tuvo la noche anterior de que toda comunicación estaba cortada, de que había sido abandonado, crecía por momentos.”



¿Antonio Puerta? — Dijo una de las enfermeras. El señor que estaba con su mujer se levantó con un ahora vuelvo y se fue por el pasillo a donde le indicaba la chica. Miró un momento a la otra chica que había llegado antes que el y que también esperaba su turno, era bastante guapa. Ella se dio cuenta de que la miraba y le devolvió la mirada. Jota apartó tímidamente la mirada y siguió disimuladamente con su lectura.



“Le dio a Buller lo que quedaba de jamón, y el perro le recompensó dejando un hilo de saliva sobre sus pantalones. Hacía tiempo que tendría que haberlo sacado, pero se resistía a dejar las cuatro paredes de la casa, ni siquiera para ir al jardín. Si llegaba la policía quería ser detenido en su hogar, no a la intemperie y con las vecinas espiando a través de las ventanas. Arriba, en un cajón de al lado de la cama, tenía un revólver cuya existencia nunca había reconocido ante Davis, un revólver relativamente legal que databa de su época en Sudáfrica. Por allí, casi todos los blancos poseían un arma. Al comprarlo solo había cargado la recámara, para evitar un disparo de primer impulso y el cartucho no se había movido de allí desde hacía siete años. Pensó: . Pero sabía muy bien que, en su caso, el suicidio estaba descartado. Le había prometido a Sarah que algún día volverían a reunirse.”



El sonido de un teléfono móvil, volvió a sacarlo de la lectura. La adolescente, echó a un lado sus apuntes y sacó del bolso un móvil de color rosa, mirando a todos los de la sala con cierta cara de inocencia, como queriéndose disculpar. —¡Hola!...--- Dijo en voz baja.--- Bien… Oye, ahora no puedo hablar, estoy en el dentista… Nada grave, una muela picada… Ya, tía… Oye, te llamo luego, ¿vale? La chica guardó su móvil, y mientras ella seguía con sus apuntes, Jota volvió con su lectura…



“Leyó, encendió el televisor, reanudó la lectura. Le asaltó una idea delirante: coger un tren para Londres, ir a ver al padre de Halliday y pedirle noticias de su hijo. Pero tal vez ya estaban vigilando su casa y la estación. A las cuatro y media, mientras avanzaba el gris atardecer, sonó el teléfono por segunda vez y, con una absoluta falta de lógica, lo descolgó. Casi esperaba oír la voz de Boris, aunque sabía muy bien que este nunca correría el riesgo de llamarle a su casa.”



Pensó que era mucha casualidad que en el libro también sonara un teléfono, aquello le recordó a “La historia interminable”, en la que el niño protagonista terminaba metiéndose dentro del libro que estaba leyendo. Como si su vida y la de Castle fueran paralelas durante ese corto periodo de tiempo. Una de las enfermeras, llamó a la chica que se sentaba enfrente suyo. Sus miradas volvieron a cruzarse una última vez mientras, ella recogió sus cosas y se fue por donde le indicaba la enfermera. La observó mientras se iba, y luego reanudó la lectura, sabiendo que no tardarían en llamarlo…



“La severa voz de su madre le llegó como si estuviera en la habitación: —¿Maurice? —Sí. —Me alegro de que estés ahí. Sarah parecía creer que tal vez te habrías ido de viaje. —No, todavía estoy aquí —¿Qué es toda esta insensatez, qué ocurre entre vosotros? —No es ninguna insensatez, mamá. —Le dije que tenía que dejar a Sam conmigo y volver inmediatamente. —Pero no lo hará, ¿verdad? — inquirió con pánico: una segunda separación le parecía imposible de soportar. —Se niega a ir. Dice que tú no le permitirás entrar. Esto es absurdo, por supuesto. —No es nada absurdo. Si ella viniera yo me iría. —¿Qué demonios ha ocurrido entre vosotros? —Algún día lo sabrás. —¿Estás pensando en el divorcio? Eso sería un desastre para Sam. —Por el momento solo es una separación. Deja que las cosas reposen un tiempo, mamá. —No comprendo nada. Y detesto todo lo que no comprendo. Sam quiere saber si le has dado de comer a Buller. —Dile que sí. La señora Castle colgó. Él se pregunto si, en algún lugar se había grabado aquella conversación. Necesitaba un Whisky, pero la botella estaba vacía. Bajó a lo que en otros tiempos había sido una carbonera, y donde ahora guardaba el vino y los licores. La rampa de caída del carbón había sido convertida en una especie de ventana inclinada. Levantó la vista y sobre el pavimento vio el reflejo de la luz de un farol y las piernas de alguien que parecía estar apoyado en él.”



El primer hombre al que habían llamado entró por la puerta de la sala de espera, llevaba una gasa ensangrentada en la boca. Su mujer se levantó en cuanto lo vio entrar por la puerta. —¿Te han hecho daño? — Preguntó preocupada. Él negó con la cabeza, luego cogieron sus cosas y se marcharon. Jota pensó que sería probablemente el siguiente. Dos veinteañeros, enamorados entraron haciéndose mimos…



“Aquellas piernas no vestían de uniforme, Aunque naturalmente podían pertenecer a un agente de paisano de la sección especial. Quienquiera que fuese, se había situado con bastante evidencia frente a la puerta, aunque, por supuesto, el objetivo del vigilante podía consistir en asustar a Castle para obligarle a realizar algún acto imprudente. Buller le había seguido escaleras abajo. También el advirtió las piernas y comenzó a ladrar. Parecía peligroso, sentado sobre sus ancas y con el hocico levantado, pero si las piernas hubieran estado bastante cerca, no las habría mordido: las habría llenado de baba. Mientras los dos estaban allí, las piernas desaparecieron de vista y Buller gruño decepcionado: Había perdido la oportunidad de hacer un nuevo amigo. Castle encontró una botella de J. & B. (le pasó por la mente la idea de que el color del whisky ya no tenía ninguna importancia) y subió la escalera con ella, pensando: si no me hubiera desprendido de guerra y paz ahora podría leerme algunos capítulos sólo por el placer de hacerlo.”



—¿Ulises Fernández?— Preguntó la enfermera. Jota miró a su alrededor, nadie se inmutó. La enfermera fue a sala contigua, y justo antes de que pudiera volver a decir el nombre, vio pasar por la puerta, como un rayo, al niño que había entrado con su madre al mismo tiempo que él. El niño, con el que se sintió identificado se dirigía a la salida del centro, sin hacer demasiado caso de su madre, que pasó inmediatamente detrás, alcanzándolo antes de que el pobre niño pudiera alcanzar su objetivo. —¡Ulises! ¡No vuelvas a salir corriendo! — Dijo la madre gritando con la voz entrecortada.— Ya te he dicho que no te van ha hacer daño. La enfermera les indicó con una sonrisa, a donde tenían que ir. Jota suspiró, mirando nuevamente el reloj, ya pasaban de las cinco y media. “Menos mal que la chica de la entrada me había dicho que me atenderían enseguida”. Pensó. La situación empezaba a resultarle desesperante. Volvió a mirar el reloj nervioso, y siguió leyendo.



“Le asaltó de nuevo la inquietud, que le condujo hasta el dormitorio para registrar las cosas de Sarah en busca de cartas viejas, aunque no podía imaginar que alguna vez había escrito cartas que ahora pudieran resultar acusatorias. Pero, en manos de la sección especial, tal vez la referencia más inocua podía quedar desvirtuada para demostrar que Sarah era culpable de complicidad. A Castle se le ocurrió que quizá deseaban precisamente eso… En casos semejantes siempre aflora un horrible deseo de venganza. No encontró nada… Cuando dos se aman y están juntos, las viejas cartas tienden a perder su valor. Alguien tocó el timbre de la puerta. Se puso de pie,”



—¿Javier Guzmán? —Si, yo. — Dijo cerrando el libro y metiéndolo nerviosamente en la bolsa de costado. —Sala tres. — Dijo la enfermera indicándole con el dedo. Se dirigió a la puerta que le había indicado la chica. Había olvidado como era la consulta del dentista, así que cuando entró en aquella habitación y vio aquel asiento de color verde claro, con un brazo incorporado en el que se encontraban todas las herramientas del dentista, tuvo la impresión de que si la santa inquisición siguiera estando en nuestros días, probablemente, aquello se parecería bastante a un potro de tortura modernizado. —Hola Javier. Puedes dejar las cosas en esa percha y sentarte.— Le dijo la doctora. Una vez sentado, y con la luz enfocándole directamente en los ojos, tuvo la impresión de haber sido abducido por seres extraterrestres.


Juan Carlos Fernández. 1/12/2007